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Mundos íntimos. Cuando tenía un año, debieron sacarme un ojo. Crecí entre el cuidado temeroso y las ganas de vivir

Habíamos ido a una quinta. Se trataba de una reunión de amigos del trabajo de mí viejo. Cómo en el lugar había una pileta yo me zambullía una y otra vez. Había aprendido hacia poco a hacerlo de cabeza. Tendría unos 10 años y me sentía orgulloso y seguro, también, porque la natación era de las pocas actividades físicas que tenían el visto bueno de mis padres. Pero en uno de los clavados, al entrar al agua, se me salió la prótesis. Salí inmediatamente de la pileta a buscar a mi familia. Me cubría, tratando de disimular lo que sentía que todos veían: la falta de mi ojo. Cuando llegué y le conté a mis viejos, que estaban conversando animadamente, empezaron a gritar: «¡El nene, perdió el ojo! ¡El nene, perdió el ojo!»” Pero en realidad, parafraseando la canción, ese ojo izquierdo lo había perdido mucho antes.

Nací el 15 de mayo de 1970 en una clínica en el barrio de Caballito. Fue un parto complicado, según el relato de mi madre, pero al final exitoso: durante mis primeros ocho meses de vida fui un bebé sano, que lloraba por las noches y del cual el entorno familiar hablaba, como suele ocurrir con los todos los primogénitos. Sin embargo, antes de cumplir el año de edad algo ocurrió. Empecé a perder peso, y a pesar de las reiteradas idas y venidas al pediatra y diferentes especialistas, mi estado general empeoraba y nadie podía dar un diagnóstico cierto. Una mañana al irme a buscar a la cuna me encontraron llamativamente tranquilo. “Parecías dormido, hijo. Dos hilos de sangre bajaban de tu ojo izquierdo”, es lo que supo decirme mi madre en una de las tantas veces que conversé con ella sobre aquel momento. Me internaron en el Hospital de Niños. Tuvieron que operarme: sacarme mi ojo izquierdo. El nombre técnico es enucleación ocular. Desconocía hasta el momento de elaborar esta crónica los pormenores del procedimiento (es un desconocimiento construido con dedicación y detenimiento a lo largo de los años: el miedo al despersonalizado organismo médico y, claro, a lo que me sucedió). La enucleación ocular es la extirpación quirúrgica del globo ocular después de seccionar el nervio óptico y los músculos extrínsecos. Por razones higiénicas, me saco, regularmente, la prótesis que uso desde pequeño (pero no inmediatamente después de la operación porque durante un tiempo llevé como marca de la intervención el párpado cocido). Es curioso, cuando menciono está rutina, para mí tan normal como lavarme los dientes o peinarme, el que me escucha (mi pareja o mi hija, por ejemplo) no deja de preguntar: “¿Qué se ve?”.

Sonrisa. El problema con el ojo no le impidió a Mariano Ducros ser un chico feliz.

Zafé no quedé ciego. Perdí un ojo.

Durante muchos años fue el chiste de mi sesión de análisis: perder un ojo, como quien pierde una moneda.

Cada tanto en mis clases me tropiezo con “La Odisea”, relato adjudicado (al menos nominalmente) a un aedo -artista de cantos épicos- ciego: Homero; está también, desde luego, Borges. Pero estos son ciegos ilustres. Una ceguera que se gana, como un saber. En la antigüedad la ceguera representaba el saber de las formas esenciales, aquel que no se dejaba engañar por el de las formas visibles y aparentes. Pero yo me pregunto ¿dónde está el panteón de los tuertos?

Los ilustres. Dice Mariano Ducros que la historia habla de ciegos destacados como Homero o Borges pero que poco se acuerda de aquellos a los que “apenas” les faltaba un ojo, como si fuera algo menos épico, menos sabio.

Hace unos días, después de una cena, conversábamos con Flora, mi pareja, sobre estas dificultades: los eventos dolorosos que son silenciados en el seno de las familias que los padecen. En la mía ese silencio (el del dolor) permaneció oculto bajo las múltiples preocupaciones que implicó la pérdida de mi ojo en mi infancia y pubertad: visitas regulares a mi oculista, la necesidad de cambiar en algún momento la prótesis que uso; pero también el temor a jugar en los recreos con mis compañeros; de no practicar deportes hasta mi adolescencia. No moverme, para preservar el ojo que tenía. Le cuento a Flora: “En una de mis clases en el colegio, hace poco, se me acercó uno de mis alumnos de segundo año. «¿Profe, usted a qué edad empezó a leer mucho?», «Más o menos a tu edad. Leía en los recreos, como vos», le contesté. Mi alumno hizo silencio (a diferencia de lo que opina la mayoría los adolescentes son profundos meditadores), luego me dijo: «Ah, la pasaba mal». Por supuesto le expliqué que no, que leía porque para mí leer era un disfrute. Y así es, por supuesto. Pero tenía razón. La pasaba mal”.

Mi vida supongo que vista desde afuera transita por el sendero que transita la vida de todos. Acaso ¿quién no ha pasado por un trance difícil, eso que solemos nombrar como “lo irremediable”? Mi adolescencia tuvo las aventuras de la mayoría de las adolescencias. Estudié Letras en la UBA. Estoy orgulloso de lo que estudié y de mi casa de estudios. Discutí, me enamoré (me sigo enamorando) y cuando nació mi hija tuve una estrella más cierta, más cercana y más amada aun que la de los libros con los que crecí y me formaron. Pero mientras todo eso sucedía, mi otra mitad, la de ese ojo izquierdo lacerado y confinado al desván familiar de las sombras me acompañaba como una mancha que empaña y quita brillo.

Mi padre falleció un 19 de julio de 2006. Ese sábado, como hacíamos habitualmente, visité a mi madre. Yo me había separado recientemente. Como otras veces fui con mi hija. Ella tenía 6 años y le gustaba hacer con su nona muñequitas de papel. Ambas estaban concentradas en la tarea de recortar y plegar. Mi hermano –con el que solíamos coincidir en esos encuentros de los sábados– leía recostado en uno de los sillones del living. Tardé un tiempo en hacer la pregunta. “Ma, ¿vos tenés algún estudio de lo que me pasó de bebé; de lo que me pasó con el ojo?”. Mi vieja siguió unos segundos más abocada a la tarea de recortar un diminuto traje de papel para la muñequita de que le entregaba en ese momento su nieta. Pero después se detuvo. Me miró. “No sé, hijo. No sé dónde están”. Nos quedamos unos segundos así, desamparados, madre e hijo mirándonos a través de esa intemperie. Mi hermano había interrumpido su lectura. Se levanto y salió de la habitación. Y yo me quedé con la incógnita de cuál había sido mi enfermedad: era demasiado doloroso hablar de ella, mejor silenciarla.

Ese mismo sábado –pero por la noche– mientras desembalaba cajas en mi flamante e inhabitado departamento de soltero, cayó en mis manos ese extraño cuento de Hawthorne llamado “Wakefield”, tan elogiado por Borges. Ya lo había leído, pero no lo había entendido. Es la historia de un hombre, tan común (o tan distinto) como cada uno de nosotros, que un día decide, sin que medie ninguna razón evidente (ni para el personaje, ni para el lector), no volver a su casa. Se muda a unas pocas casas de su anterior hogar. Pasan los años. Su mujer, sus amigos lo dan por muerto. Pero un día con la misma arbitrariedad aparente con la que se fue, regresa. Y así termina el relato. Recuerdo que cuando lo leí en ese departamento de soltero rodeado de cajas, pensé (y lo sigo pensando hoy, tal vez más hoy que antes): la vida es un misterio y ese misterio de la vida anida en cada uno de nosotros.

¿Qué hacemos con él?

Flora sonríe. Yo no tanto. Ha sido difícil vivir bajo este aire familiar en el cual una perdida parece preanunciar la siguiente, y donde, además –aunque no sea intencionadamente– uno siente que ha dado el puntapié inicial del desastre. Que la vida sea un misterio es una cosa. Que tengamos necesariamente miedo ante el misterio de las cosas, es otra muy distinta.

Entonces Flora hace silencio, y después me dice: “Qué curioso; lo que hacés, a lo que te dedicás… está tan vinculado con la vista”.

Leo desde siempre. Y si el oficio es prueba de la competencia, soy un lector competente. Amo mi oficio de lector, del cual la escritura y la docencia es más un sucedáneo, su efecto involuntario (aunque amo escribir y enseñar). Exagero. Pero es un poco así. Es como si dijéramos: de tanto leer, al final uno termina escribiendo y enseñando eso que a uno tanto le gusta (aunque enseñar es mucho más complejo, no basta con saber; es preciso que también te guste comunicar eso que sabés y estés dispuesto a dialogar con aquellos que, supuestamente, no saben… pero esto ya es tema para otra nota). No creo que a todo el mundo le pase de la misma forma, pero esa es la forma que he descubierto yo. Y a partir de esa conversación con mi pareja, también imagino la lectura -ese ejercicio en el que el lector transforma lo mecánico, lo meramente fisiológico en un acto creativo, germinal- como la aparición creativa de mi ojo izquierdo. Leo para comprender, pero también para reparar. Que en este punto se parecen bastante.

El miembro fantasma. Que en este caso podríamos llamar más apropiadamente el órgano fantasma. El término, el miembro fantasma, lo tomo prestado del libro de Oliver Sacks, “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”. Allí el escritor y neurólogo de origen británico relata varios casos clínicos, ordenados en veinticuatro ensayos divididos en cuatro secciones cada una de las cuales trata de un aspecto particular de la función del cerebro y de lo que ocurre cuando estas funciones se ven alteradas. Sacks indica que para el caso de ciertas amputaciones aparece el fantasma: “Un «fantasma», en el sentido que utilizan el término los neurólogos, es un recuerdo o imagen persistente de una parte del cuerpo, normalmente una extremidad, durante meses o años después de su pérdida”. El cerebro, o cierta parte de él, recuerda o siente aún aquello que fue amputado, que ya no está. El trastrocamiento de la “imagen corporal” hace que el cerebro genere su propio mecanismo de compensación. En realidad, nos dice Sacks, la aparición del fantasma facilita la tarea de sus pacientes: “Un paciente que está a mi cuidado me cuenta cómo ha de «despertar» a su fantasma por las mañanas: primero flexiona el muñón del muslo hacia él y luego le da un golpe seco con la mano varias veces («como a un bebé en el trasero»). Al quinto o sexto azote el fantasma se activa de pronto, reavivado, fulgurado, por el estímulo periférico. Sólo entonces puede ponerse la prótesis y caminar”. Por último, Sacks indica que puede haber un fantasma malo y un fantasma bueno ¿Cómo se identifica uno y otro? Simplemente porque uno ayuda al paciente y el otro lo obstaculiza. Uno de los testimonios indica: “Hay ese pie fantasma, que a veces me duele muchísimo… y se me curvan los dedos hacia arriba o sufren un espasmo. Es aún peor de noche, o cuando me quito la prótesis, o cuando estoy quieto y no hago nada. Se va en cuanto me pongo la prótesis y camino. Entonces siento aún la pierna, con toda claridad, pero es un fantasma bueno, diferente, anima la prótesis y me permite andar.” Podríamos desestimar al fantasma diciendo que es sólo un ejercicio de imaginación ¡Pero si precisamente se trata de eso! De la posibilidad del ánimo; de lo que anima (nos da alma) y como dice el paciente de Sacks, “me permite andar”. Cuando pensamos que la realidad es lo inevitable, deberíamos meditarlo un poco más, y pensar que también es lo transformable. La lectura misma, como acto del movimiento, de la intelección, es prueba de esto, como lo sabe y comprueba cada lector cuando experimenta su propio acto fundacional: leer.

En mi caso, como decía antes, al leer algo brilla en ese acto de lectura. Reaparece. Se vuelve a despertar. Aprender -algo que deberíamos tener en cuenta todos lo que enseñamos- es también el acto de recordar aquello que hemos olvidado.

Flora me toma la mano, y me pregunta: “¿Y cómo se ve, amor, con tu ojo izquierdo?” Resulta que ella también es lectora como yo.

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Mariano Ducros. Es licenciado en Letras (UBA), docente y escritor. Trabajó durante más de diez años como director del área de Extensión Cultural del Centro Cultural Borges, donde coordinó hasta el 2020 dos talleres de escritura “Novelizar” y “Proyectos de Escritura”. Co-condujo hasta 2017 el programa “La voz del Laberinto” en Radio Cultura, donde actualmente colabora en el programa “El Umbral”. Da clases en la Universidad de Palermo. Y hace cinco años participa activamente en el proyecto Pedagógico Waldorf, dando clases en la Escuela Juana de Arco. Le gusta Led Zeppelin, los haikus, el té blanco, los libros ilustrados y conversar con su hija. Vive con Flora, su pareja, y su gatita Sara en el barrio de Núñez.

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